31 de marzo de 2007

Los amos de la ciudad

Estoy hecho mierda. Apenas he dormido.
Y encima de camino a casa me he metido en otro follón. Si no tengo poderes, ésta tarde después del combate con Xavier me como mi colección de cómics entera, lo prometo y dejo constancia escrita.

He pasado la noche en el piso de Sara, haciendo el amor y ultimando los preparativos para el viaje a ninguna parte. Sus compañeras se fueron ayer a sus respectivos pueblos a pasar las vacaciones, así que lo hemos tenido para nosotros solos.
Hemos decidido que cogeremos el coche el martes bien temprano, compraremos mapas en la primera área de servicio que encontremos, y empezaremos a explorar España aprovechando que ninguno de los dos ha viajado demasiado por el país. Marcaremos algunos lugares y a partir de ahí improvisaremos.
Estoy deseando que llegue ya el día.

No sé que tienen las estaciones de tren pero últimamente parecen atraer los problemas. O quizás sea yo. Sea cómo sea, al llegar a la estación de Plaza Catalunya he visto cómo un jóven de color, enorme y al parecer furioso, corría hacia dos chicos que andaban tranquilamente. Al llegar junto a ellos ha gritado algo que no he entendido y le ha dado una bofetada brutal a uno de los dos, que ha resonado por todo el recinto. El chaval ha ido a parar al suelo y el otro, después de unos segundos de vacilación, se ha interpuesto entre los dos sin demasiada convicción. Con miedo. El negro le sacaba dos cabezas y no dejaba de gritar, fuera de sí.

Desde dónde yo estaba podía ver toda la estación y también las escaleras: no había ni un guardia de seguridad y el resto de la gente, como de costumbre, se han limitado a mirar, sorprendidos.
El zumbado ha seguido gritando algo incomprensible, y apartando sin dificultad al que se había puesto en medio ha empezado a patear al del suelo, que intentaba alejarse de allí a rastras. Por su expresión parecía que aún no entendía lo que le estaba pasando.
Entre el amigo y otros dos jóvenes -más valientes que sensatos- han cogido a aquél mastodonte por detrás y lo han apartado. Éste ha escupido sobre el que se retorcía en el suelo y ha seguido gritando cosas en algún idioma africano mientras le obligaban a retroceder. Por unos segundos ha parecido que la cosa se iba a calmar y he empezado a relajarme.

Y entonces ha aparecido por las escaleras un grupo de negros, bajando los escalones de tres en tres. Vestían cómo el que gritaba: americanas de colores, cadenas, anillos, piercings, boinas y pantalones militares, y zapatillas deportivas de marca. Todos eran corpulentos y casi todos superaban el metro ochenta de estatura. Impresionaban bastante.
Rápidamente han avanzado entre gritos hacia el lugar del incidente y han rodeado al grupo de jóvenes, que inmediatamente han soltado al negrazo que tenían sujeto y han retrocedido hasta la pared que tenían a su espalda. Sus caras han perdido el color en unos segundos. Estaban acojonados.
La gente que iba llegando a la estación se mantenía alejada, observando, o pasaban de largo ignorando -consciente o inconscientemente- lo que estaba sucediendo.
Los hermanos eran nueve, y no parecían tener intención de irse a casa y olvidar lo que fuera que había ocurrido. Parecían bastante cabreados. Indignados.
Lentamente, intentando no hacerme notar, me he acercado a ellos. El que parecía el cabecilla estaba hablando a los chavales, que ahora sudaban además de temblar y mantener sus miradas clavadas en el suelo. Al parecer, el chico que ahora apenas se aguantaba en pie y se cubría el rostro con una mano temblorosa había mirado demasiado a la novia del negro, el cual se había ofendido y había procedido a darle una lección.
El amigo del que se había llevado las ostias ha mirado al grupo de mastodontes que tenía delante en actitud desafiante y ha dicho:
-Ésto es España, es un país libre y no está prohibido mirar.
"Puto bocazas. La has cagado" he pensado justo antes de que la primera ostia le cruzara la cara. También he pensado que seguramente era el típico universitario idealista, y que si nadie hacía nada pronto quizás se convertiría en un universitario idealista muerto.
Y entonces ha empezado una batalla campal muy desigual en que las moles de piel oscura repartían ostias a placer. Los otros, pobres, recibían mientras intentaban salir de allí. Un guardia de seguridad, que ha aparecido al oír el alboroto, se ha quedado mirando con la boca abierta, y se encogía de hombros cuando alguien le decía que hiciera algo.

Y ya no he podido aguantar más. He corrido hasta allí y he cogido al primer bruto con el que me he topado por el cuello, que se ha vuelto y me ha mirado sorprendido. Una patada en los cojones lo ha dejado retorciéndose en el suelo mientras me lanzaba sobre el siguiente.
Dos o tres minutos después los hermanos que seguían en pie han abandonado el lugar. Tres negros estaban inconscientes a mis pies.

En ése momento todo ha parecido detenerse a mi alrededor y todos los sonidos se han apagado, excepto el de mi respiración irregular. Los colores se han convertido en grises y entonces ha aparecido. El negro más grande que he visto en mi vida bajaba las escaleras sin ninguna prisa, cómo si se moviera a cámara lenta.
Lo único que le distinguía de sus compañeros -aparte de su impresionante tamaño- era que llevaba un traje negro de calidad y un elegante sombrero de copa.
Cuando ha llegado frente a mí -después de lo que me ha parecido una eternidad- me ha saludado quitándose el sombrero y me ha mostrado una enorme sonrisa llena de dientes perfectos. Entonces he sentido un frío intenso y un miedo brutal que me ha paralizado por completo. Acercando su rostro a menos de un centímetro del mío y mirándome a los ojos, ha dicho, con una voz profunda y sin mover los labios:
- Soy Perro Negro, y he venido a advertirte. No deberías meterte dónde no te llaman. Amigo, no sé si sabes cuántos de nosotros vivimos ya en tu país, pero cada vez somos más, y en los lugares de dónde venimos hemos matado por menos que éso. Estamos acostumbrados a luchar y a defender lo que es nuestro. No tememos a la muerte. No tememos a nada. Por eso somos los nuevos amos de la ciudad.

El gigante ha desaparecido de repente -cómo si nunca hubiera estado allí- y el mundo ha vuelto a ponerse en marcha y ha recuperado los colores. Entonces me he dado cuenta de que la mayor parte de la gente que había presenciado el incidente me observaba; no tengo claro de si lo hacían con miedo, respeto o agradecimiento por haber ayudado a ésos chicos. Probablemente fuera una mezcla de todo ello.
Me he asegurado de que los chavales estaban bien y he decidido irme antes de que llegara la policia.
Nadie ha intentado detenerme.

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