26 de enero de 2010

Jueves 15 de junio de 2007, 15:35h

He pasado media noche tirado en un callejón, inconsciente. Lo tengo merecido por idiota, claro, y aún gracias que estoy aquí ya que podría haber sido mucho peor. Solo me he roto las dos piernas.

Carmen y yo llevamos tres días investigando la desaparición de chavales en el barrio de La Mina, y es que ya hace unos meses que desaparecen niños casi a diario, mayormente inmigrantes sin papeles y algunos niños de etnia gitana. El problema más grave es que esta gente no pueden denunciar las desapariciones, por lo que las autoridades no pueden hacer nada. De hecho dudo que estén al corriente de lo que sucede en el barrio. Y ahí es donde entramos Carmen y yo.
Gracias a sus poderes y a su constante vigilancia de la ciudad se enteró de que grupos de gente en el barrio se habían puesto a patrullar las calles y de que muchas familias habían prohibido a sus hijos salir a la calle. Ese descubrimiento la llevó a todo lo demás. En los últimos dos meses habían desaparecido 23 niños y nadie había visto ni sabía nada.
Excepto Saúl, un niño aterrorizado de ocho años que dos días antes había visto a un hombre arrastrar a su hermana pequeña hasta un coche y desaparecer calle abajo. Saúl fué el que nos puso sobre la pista, a pesar de que fuera incapaz de recordar el más mínimo detalle tanto del hombre como del coche que conducía. Después de encontrarlo Carmen ha concentrado todos sus esfuerzos en vigilar el barrio, escrutando tantas mentes como ha podido sin resultado. Tiene una teoría sobre nuestro sospechoso: cree que puede tratarse de uno de los nuestros, alguien con el poder de camuflar sus pensamientos y confundir las mentes de los que le rodean.

Hablamos sobre esa posibilidad largo rato cuando me la comentó, y a pesar de que yo no estaba muy convencido, acordamos que la única opción que nos quedaba para acabar con aquello era vigilar in situ. El problema era que no podía hacer mi ronda por las calles como acostumbraba, no podía arriesgarme a que las patrullas ciudadanas que las recorrían me vieran. Nadie me conoce en el barrio, y coincidiremos en que un desconocido dando vueltas sin rumbo fijo, y en las circunstancias actuales, es demasiado sospechoso. Por lo que decidimos vigilar desde los tejados y que cuando llegara el momento de actuar ya pensaría en algo.

Y entonces pasa lo que pasa cuando dejamos las cosas a la improvisación: que uno va y se parte las dos piernas saltando desde un tercer piso y ve como se llevan en su cara a quién supuestamente debía salvar, además de comprobar lo que duele una fractura múltiple. Por si eso fuera poco, no recuerdo al tipo al que pretendía detener ni su coche. Ni siquiera recuerdo si era niño o niña lo que metió en su interior de un empujón. Lo que sí recuerdo es el brutal dolor recorriéndome el cuerpo y la voz de Carmen en mi cabeza. Y recuerdo que mi último pensamiento coherente mientras veía desaparecer el coche tras una esquina fué el de alejarme, el de arrastrarme hasta algún lugar oscuro y esperar a recuperarme. Si podía sobrevivir a una bala debía poder sobrevivir a un par de piernas rotas.

Lo siguiente que recuerdo de anoche es la voz de Carmen llamándome, el intenso y ácido olor a basura y el abrir los ojos en la casi absoluta oscuridad de un callejón. Estaba avanzada la noche y ya nada me dolía, solo el orgullo. Me levanté y comprobé que no tenía nada roto, y salí a la calle mientras Carmen me preguntaba si estaba bien. Y tuve que decirle la verdad: que no lo estaba.

Acababa de dar con uno de mis límites. Era más fuerte de lo normal, mucho más, y más rápido, y me recuperaba de casi cualquier herida, pero al parecer mi cuerpo seguía sujeto a la mayoría de las limitaciones del cuerpo humano. Hasta ese momento había creído que podría infringir las leyes de la naturaleza a mi conveniencia, y entonces la vida me había dado un puñetazo en la cara y me había hecho ver que no era así. No podría derribar muros a puñetazos, ni saltar desde treinta metros sobre un criminal.

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